sábado, 15 de agosto de 2015

Los instintos del kraken


Mucho se ha especulado últimamente acerca de la capacidad emotiva del kraken. En este sentido, son mayoría los que opinan que, como animal, no posee más que unos instintos elementales. Sin duda esta posición viene alentada por las aseveraciones de antiguos biólogos marinos que estudiaron largamente los ataques que sufrían los buques imperiales británicos en el atlántico (Robert Hooke, “Behaviour of strange marine predators”). En contraposición, otros muchos han afirmado que, si bien el kraken se mueve alentado por dichos instintos, parecer subyacer “una inteligencia endemoniada en su comportamiento” (C. Darwin, “Brief history of unknown animals”) que podría colocarlo en una categoría de razonamiento superior a la de los demás animales. 



No será este artículo el que venga a resolver la diatriba entre unos u otros, pues el motivo de publicarlo es el hallazgo, hace apenas unas semanas, del diario que Pierre Wright Mason escribió en su celda de la cárcel de la isla de Bermudas en torno al 1880. Si bien su testimonio podría arrojar algo de luz al asunto, nos limitaremos hoy a reproducir el texto, dejando que sea el lector quien saque sus conclusiones. Se trata, al fin y al cabo, de un reo cuya formación al respecto debió ser inexistente. Baste decir que dicho penal, cuya parte sudeste descansaba directamente sobre un pequeño acantilado, fue destruido algo después de la fecha que se calcula al escrito. Cuando decimos destruido, nos referimos a que toda la mencionada sección sudeste sufrió un violento derrumbe por un movimiento de tracción que provocó treinta y tres muertos y cientos de heridos. El cuerpo del señor Wright, por cierto, nunca fue hallado.




He decidido escribir estas líneas porque me hallo a punto de morir. No es la enfermedad ni el hambre lo que me amenazan de forma tan directa; ni siquiera las pésimas condiciones en que nos hacinan aquí, sino el amor. Es el amor cierto, correspondido e inmenso, pero que nunca podrá satisfacerse, lo que hace que, por momentos, sienta cómo mi corazón late con tanta melancolía que está a punto de pararse.

Esta historia comienza hace un año, cuando llevaba ya casi dos días flotando en el mar. La tempestad que había hundido el buque, junto con mis compañeros presos y nuestros custodios, había tenido a bien dejarme volver a la superficie para agarrarme, en medio del pánico, a un trozo de madera que resultó ser una puerta. La misma que me sostenía sobre las aguas; la misma que marcaba la diferencia entre ser devorado por cualquier alimaña o ahogarme preso de la extenuación.

Tras tantas horas bajo ese sol de justicia sentía la piel achicharrada y enrojecida pero, sobre todo, una sed implacable que me hacía mirar hacia el mar con más y más avidez. No es que el hambre no fuera acuciante, pero descubrí pronto que, sin agua, un hombre puede enloquecer rápidamente, dejando la penuria de su estómago en un segundo plano muy rezagado.

La tarde llegó con una tímida brisa, apenas suficiente para refrescarme. Allí, tendido sobre la puerta, miraba hacia el cielo tratando de convencerme de que morir así, con las primeras estrellas poblando el vasto azul oscuro que me cubría, no sería tan malo.

La inmensidad del espacio, las constelaciones y la seguridad de mi inminente muerte comenzó a marearme hasta el punto en que noté cómo mi estómago se quejaba con el anticipo de un vómito. Pero no, no era solo mi imaginación. Realmente las aguas comenzaban a agitarse aunque no había viento que las animara.

Incrédulo, atónito y en medio de una profunda sensación de irrealidad, observé como unos zarcillos de agua se alzaban sobre el espejo en que se había convertido el océano. Tardé en darme cuenta de que se trataba de unas protuberancias que ascendían más y más de las profundidades.

El vaivén de las aguas se había convertido en aquellos momentos en furiosas explosiones y, de pronto, un cuerpo alargado me hizo elevarme lo que parecieron miles de metros. Al instante, la puerta comenzó a resbalar sobre aquello, cogiendo velocidad y precipitándome de nuevo hacia el océano como si se tratara de una bala de cañón que ha errado el tiro.

Aunque intenté gritar, no pude hacerlo, y quizá eso me salvó la vida en aquellos primeros instantes. Me agarré al manillar de la puerta, cerré los ojos y, pese a estar convencido instantes antes de que iba a morir, traté por todos los medios de sobrevivir impulsado por algún instinto profundo y tan antiguo como el primer hombre que pisó la Tierra.

El golpe, cuando finalmente llegué al agua, fue tan fuerte que me sumergí varios metros y tuve que trepar de nuevo a mi único asidero en aquel mundo acuático, sabedor de que, si lo perdía, no habría fortuna o gracia capaz de salvarme.

Fue entonces, cuando por fin pude asentarme de nuevo sobre la puerta, cuando la vi: el cuerpo del cachalote se agitaba apenas a un tiro de piedra de mí. Su enorme cabezota parecía ensañarse con un tentáculo robusto como tronco de árbol cuando ella comenzó a surgir de las aguas.

El océano mismo parecía acompañarla a medida que se alzaba. La piel, allí donde las cascadas iban abandonándola, se veía brillante y de un tono entre el azul intenso y el púrpura más profundo, lisa, fuerte, tersa; perfecta. Pero fueron sus ojos los que me capturaron en cuanto la luna y el sol los iluminaron. Tenían un color indeterminado, el mismo que las estrellas y seguramente brillaran más. Eran enormes, cubiertos de sabiduría y majestad, capaces de hacer que cualquier criatura se sintiera humilde y despreciable en su presencia.

Apenas me dedicó una leve mirada pero, aun en medio de la refriega y las explosiones que el cachalote provocaba, pude sentirla sobre mí. Me miró de soslayo un instante y luego se volvió hacia su enemigo. Unos pliegues se abrieron en su rostro, revelando una boca enorme y plagada de colmillos, y lanzó un rugido que, por fuerza, tuvo que oírse hasta en el palacio de su majestad la reina Victoria.

Fue un sonido tan potente y agudo que por un momento temí que mis oídos estallaran hasta que me di cuenta de que no se trataba de un chillido, sino de un canto. Era una melodía que hablaba de poder, de fuerza, de sabiduría y antigüedad; de la promesa de secretos, de conocimientos más antiguos que los dioses que hoy adoramos. La mirada se me llenó de lágrimas al comprender que estaba contemplando la grandeza más absoluta, y mi corazón comenzó a bombear con alegría, henchido de lo que más tarde entendí que era amor.

El cachalote, en cambio, pareció enfurecerse más y se lanzó hacia ella con fuerzas renovadas. Se trataba de un animal antiguo y soberbio que lucía las cicatrices de mil batallas, pero no tenía nada que hacer contra ella. Su mandíbula buscaba una y otra vez su cuerpo, pero en cambio se topaba con tentáculos robustos que detenían sus ataques y que, cuando se retiraban de su piel, le dejaban feas heridas circulares tan grandes como mi cabeza.

Fascinado por el espectáculo, tardé en darme cuenta de que las aguas comenzaban a elevarse de nuevo por debajo de mí y, de pronto, me vi deslizándome de nuevo hacia la contienda a una velocidad creciente.

El nuevo adversario era otro cachalote, más pequeño que el anterior, pero también más rápido y vigoroso, y se dirigía directamente hacia ella.

Por azares del destino difícilmente explicables en aquellas circunstancias, mi improvisada embarcación acabó encajada en su cabezota por lo que pude ser testigo, en medio del horror más absoluto, de que los dientes del recién llegado iban a terminar encontrando el cuerpo que tanto ansiaban.

Sin ser consciente de mis actos ni valorar que, de seguro, aquellas eran mis últimas fuerzas, agarré lo primero que mis manos encontraron y salté hacia el único punto en el que tenía posibilidades de estorbar al titán que cabalgaba.

Un grito desgarrado, inmenso como si mi propia garganta se rompiera con él, surgió de mi boca a la vez que le clavaba la parte más aguda del manillar de la puerta en el ojo.

A partir de ahí mis recuerdos se vuelven imágenes fragmentadas; escenas sueltas de una comedia que comienza con el cachalote más joven revolviéndose de dolor y lanzándome por los aires.

Desde las alturas puedo verla a ella, girándose y mirándome de nuevo; bajando la vista hacia el nuevo enemigo y estrechando los ojos en una mueca de odio que la hace rugir.

Dos tentáculos aguzados, más grandes que los anteriores, se elevan de pronto por detrás de ella hasta casi rozar los astros más lejanos y se precipitan hacia el animal, atravesándolo como si fueran lanzas divinas.

Una parte de mí comprende que ha estado jugando con sus presas; que las heridas que le hacían en sus extremidades no eran sino muescas inofensivas. Como queriendo confirmar esa idea, el mar se cierra sobre mí y veo que su cuerpo inmenso se pierde en las profundidades y que sus tentáculos tienen al cachalote más grande rodeado y a punto de partirlo por la pura fuerza de su abrazo.

Pienso, por último, que ha sido una buena manera de morir; que pocos, por no decir ninguno de mis hermanos hombres, habrá visto jamás algo así.

Pero no muero. Tengo recuerdos en los que me siento acunado en medio del océano; nutrido de felicidad, amor y sapiencia más allá de lo humano; mecido a veces bajo las estrellas. Siento cómo me da aire de sus propios pulmones cuando nos sumergimos en las aguas; cómo me protege del peso del océano con su cuerpo poderoso.

Puede que haya despertado aquí, en esta pocilga que llaman prisión. Puede que el azar, un descuido o el ataque de mil barcos la hayan herido hasta perderme en las aguas, pero sé que me ama y que nuestro destino es estar juntos de nuevo. Y así, lo más importante es que oigo su canto. De nuevo, al escribir estas líneas, vuelvo a oír su canto.

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