Mucho se ha especulado últimamente acerca de la capacidad emotiva
del kraken. En este sentido, son mayoría los que opinan que, como
animal, no posee más que unos instintos elementales. Sin duda esta
posición viene alentada por las aseveraciones de antiguos biólogos
marinos que estudiaron largamente los ataques que sufrían los buques
imperiales británicos en el atlántico (Robert Hooke, “Behaviour
of strange marine predators”). En contraposición, otros muchos
han afirmado que, si bien el kraken se mueve alentado por dichos
instintos, parecer subyacer “una inteligencia endemoniada en su
comportamiento” (C. Darwin, “Brief history of unknown animals”)
que podría colocarlo en una categoría de razonamiento superior a la
de los demás animales.
No será este artículo el que venga a resolver la diatriba entre
unos u otros, pues el motivo de publicarlo es el hallazgo, hace
apenas unas semanas, del diario que Pierre Wright Mason escribió en
su celda de la cárcel de la isla de Bermudas en torno al 1880. Si
bien su testimonio podría arrojar algo de luz al asunto, nos
limitaremos hoy a reproducir el texto, dejando que sea el lector
quien saque sus conclusiones. Se trata, al fin y al cabo, de un reo
cuya formación al respecto debió ser inexistente. Baste decir que
dicho penal, cuya parte sudeste descansaba directamente sobre un
pequeño acantilado, fue destruido algo después de la fecha que se
calcula al escrito. Cuando decimos destruido, nos referimos a que
toda la mencionada sección sudeste sufrió un violento derrumbe por
un movimiento de tracción que provocó treinta y tres muertos y
cientos de heridos. El cuerpo del señor Wright, por cierto, nunca fue
hallado.
He decidido escribir estas líneas porque me hallo a punto de morir.
No es la enfermedad ni el hambre lo que me amenazan de forma tan
directa; ni siquiera las pésimas condiciones en que nos hacinan
aquí, sino el amor. Es el amor cierto, correspondido e inmenso, pero
que nunca podrá satisfacerse, lo que hace que, por momentos, sienta
cómo mi corazón late con tanta melancolía que está a punto de
pararse.
Esta historia comienza hace un año, cuando llevaba ya casi dos días
flotando en el mar. La tempestad que había hundido el buque, junto
con mis compañeros presos y nuestros custodios, había tenido a bien
dejarme volver a la superficie para agarrarme, en medio del pánico,
a un trozo de madera que resultó ser una puerta. La misma que me
sostenía sobre las aguas; la misma que marcaba la diferencia entre
ser devorado por cualquier alimaña o ahogarme preso de la
extenuación.
Tras tantas horas bajo ese sol de justicia sentía la piel
achicharrada y enrojecida pero, sobre todo, una sed implacable que me
hacía mirar hacia el mar con más y más avidez. No es que el hambre
no fuera acuciante, pero descubrí pronto que, sin agua, un hombre
puede enloquecer rápidamente, dejando la penuria de su estómago en
un segundo plano muy rezagado.
La tarde llegó con una tímida brisa, apenas suficiente para
refrescarme. Allí, tendido sobre la puerta, miraba hacia el cielo
tratando de convencerme de que morir así, con las primeras estrellas
poblando el vasto azul oscuro que me cubría, no sería tan malo.
La inmensidad del espacio, las constelaciones y la seguridad de mi
inminente muerte comenzó a marearme hasta el punto en que noté cómo
mi estómago se quejaba con el anticipo de un vómito. Pero no, no
era solo mi imaginación. Realmente las aguas comenzaban a agitarse
aunque no había viento que las animara.
Incrédulo, atónito y en medio de una profunda sensación de
irrealidad, observé como unos zarcillos de agua se alzaban sobre el
espejo en que se había convertido el océano. Tardé en darme cuenta
de que se trataba de unas protuberancias que ascendían más y más
de las profundidades.
El vaivén de las aguas se había convertido en aquellos momentos en
furiosas explosiones y, de pronto, un cuerpo alargado me hizo
elevarme lo que parecieron miles de metros. Al instante, la puerta
comenzó a resbalar sobre aquello, cogiendo velocidad y
precipitándome de nuevo hacia el océano como si se tratara de una
bala de cañón que ha errado el tiro.
Aunque intenté gritar, no pude hacerlo, y quizá eso me salvó la
vida en aquellos primeros instantes. Me agarré al manillar de la
puerta, cerré los ojos y, pese a estar convencido instantes antes de
que iba a morir, traté por todos los medios de sobrevivir impulsado
por algún instinto profundo y tan antiguo como el primer hombre que
pisó la Tierra.
El golpe, cuando finalmente llegué al agua, fue tan fuerte que me
sumergí varios metros y tuve que trepar de nuevo a mi único asidero
en aquel mundo acuático, sabedor de que, si lo perdía, no habría
fortuna o gracia capaz de salvarme.
Fue entonces, cuando por fin pude asentarme de nuevo sobre la puerta,
cuando la vi: el cuerpo del cachalote se agitaba apenas a un tiro de
piedra de mí. Su enorme cabezota parecía ensañarse con un
tentáculo robusto como tronco de árbol cuando ella comenzó a
surgir de las aguas.
El océano mismo parecía acompañarla a medida que se alzaba. La
piel, allí donde las cascadas iban abandonándola, se veía
brillante y de un tono entre el azul intenso y el púrpura más
profundo, lisa, fuerte, tersa; perfecta. Pero fueron sus ojos los que
me capturaron en cuanto la luna y el sol los iluminaron. Tenían un
color indeterminado, el mismo que las estrellas y seguramente
brillaran más. Eran enormes, cubiertos de sabiduría y majestad,
capaces de hacer que cualquier criatura se sintiera humilde y
despreciable en su presencia.
Apenas me dedicó una leve mirada pero, aun en medio de la refriega y
las explosiones que el cachalote provocaba, pude sentirla sobre mí.
Me miró de soslayo un instante y luego se volvió hacia su enemigo.
Unos pliegues se abrieron en su rostro, revelando una boca enorme y
plagada de colmillos, y lanzó un rugido que, por fuerza, tuvo que
oírse hasta en el palacio de su majestad la reina Victoria.
Fue un sonido tan potente y agudo que por un momento temí que mis
oídos estallaran hasta que me di cuenta de que no se trataba de un
chillido, sino de un canto. Era una melodía que hablaba de poder, de
fuerza, de sabiduría y antigüedad; de la promesa de secretos, de
conocimientos más antiguos que los dioses que hoy adoramos. La
mirada se me llenó de lágrimas al comprender que estaba
contemplando la grandeza más absoluta, y mi corazón comenzó a
bombear con alegría, henchido de lo que más tarde entendí que era
amor.
El cachalote, en cambio, pareció enfurecerse más y se lanzó hacia
ella con fuerzas renovadas. Se trataba de un animal antiguo y
soberbio que lucía las cicatrices de mil batallas, pero no tenía
nada que hacer contra ella. Su mandíbula buscaba una y otra vez su
cuerpo, pero en cambio se topaba con tentáculos robustos que
detenían sus ataques y que, cuando se retiraban de su piel, le
dejaban feas heridas circulares tan grandes como mi cabeza.
Fascinado por el espectáculo, tardé en darme cuenta de que las
aguas comenzaban a elevarse de nuevo por debajo de mí y, de pronto,
me vi deslizándome de nuevo hacia la contienda a una velocidad
creciente.
El nuevo adversario era otro cachalote, más pequeño que el
anterior, pero también más rápido y vigoroso, y se dirigía
directamente hacia ella.
Por azares del destino difícilmente explicables en aquellas
circunstancias, mi improvisada embarcación acabó encajada en su
cabezota por lo que pude ser testigo, en medio del horror más
absoluto, de que los dientes del recién llegado iban a terminar
encontrando el cuerpo que tanto ansiaban.
Sin ser consciente de mis actos ni valorar que, de seguro, aquellas
eran mis últimas fuerzas, agarré lo primero que mis manos
encontraron y salté hacia el único punto en el que tenía
posibilidades de estorbar al titán que cabalgaba.
Un grito desgarrado, inmenso como si mi propia garganta se rompiera
con él, surgió de mi boca a la vez que le clavaba la parte más
aguda del manillar de la puerta en el ojo.
A partir de ahí mis recuerdos se vuelven imágenes fragmentadas;
escenas sueltas de una comedia que comienza con el cachalote más
joven revolviéndose de dolor y lanzándome por los aires.
Desde las alturas puedo verla a ella, girándose y mirándome de
nuevo; bajando la vista hacia el nuevo enemigo y estrechando los ojos
en una mueca de odio que la hace rugir.
Dos tentáculos aguzados, más grandes que los anteriores, se elevan
de pronto por detrás de ella hasta casi rozar los astros más
lejanos y se precipitan hacia el animal, atravesándolo como si
fueran lanzas divinas.
Una parte de mí comprende que ha estado jugando con sus presas; que
las heridas que le hacían en sus extremidades no eran sino muescas
inofensivas. Como queriendo confirmar esa idea, el mar se cierra
sobre mí y veo que su cuerpo inmenso se pierde en las profundidades
y que sus tentáculos tienen al cachalote más grande rodeado y a
punto de partirlo por la pura fuerza de su abrazo.
Pienso, por último, que ha sido una buena manera de morir; que
pocos, por no decir ninguno de mis hermanos hombres, habrá visto
jamás algo así.
Pero no muero. Tengo recuerdos en los que me siento acunado en medio
del océano; nutrido de felicidad, amor y sapiencia más allá de lo
humano; mecido a veces bajo las estrellas. Siento cómo me da aire de
sus propios pulmones cuando nos sumergimos en las aguas; cómo me
protege del peso del océano con su cuerpo poderoso.
Puede que haya despertado aquí, en esta pocilga que llaman prisión.
Puede que el azar, un descuido o el ataque de mil barcos la hayan
herido hasta perderme en las aguas, pero sé que me ama y que nuestro
destino es estar juntos de nuevo. Y así, lo más importante es que
oigo su canto. De nuevo, al escribir estas líneas, vuelvo a oír su
canto.
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